La última Lluvia
En un pueblo anidado entre montañas donde la lluvia caía con una regularidad casi religiosa, se encontraba un hombre conocido por todos, Samuel y su vida, aunque tranquila, había sido marcada por un suceso que todos en el pueblo conocían: la muerte de su hermano, ocurrida una tarde en que el cielo lloraba a mares. Desde aquel día, Samuel había cambiado. Su mirada se volvía más sombría con cada tormenta, como si en cada gota hubiera un eco del pasado.
La gente decía que Samuel había hecho un pacto con la lluvia; que la sentía más cercana, como si las nubes trajeran consigo sus
recuerdos. Así, la muerte de su hermano se convirtió en un mantra en la comunidad. Algunos lo olvidaban, otros lo recordaban en silencio, mientras él, siempre en la sombra de la plaza principal,
seguía aguardando algo que nunca llegaba.
Una tarde, mientras el viento aullaba y las primeras gotas comenzaron a caer, un viejo amigo de Samuel, Ricardo, se acercó a él. Era un hombre de palabras medidas,
pero esa tarde parecía incapaz de contenerse. "Samuel, el pueblo está hablando", dijo con voz temblorosa,"Dicen que esta noche será diferente, que la lluvia no traerá solo agua".
Samuel lo miró sin sorpresa, pues hacía meses que escuchaba rumores sobre un extraño suceso. A pesar de su naturaleza escéptica, no pudo evitar sentir un escalofrío.
"¿Y qué es lo que se dice?”, preguntó, tratando de ocultar su inquietud.
"Que alguien morirá, que la lluvia llevará consigo la muerte", murmuró Ricardo, con una palidez acentuada por el gris del cielo.
En ese instante, el cielo estalló. Las gotas caían gruesas y rápidas, convirtiendo el suelo en un charco reflejante, un espejo distorsionado de la realidad. Samuel
sintió la punción de la ansiedad, no por la posible muerte de un vecino o conocido, sino por la certeza de que la muerte lo buscaba a él como si la lluvia tuviera ojos, como si supiera su
nombre.
La tarde avanzó y el pueblo se sumió en una atmósfera de expectación, los murmullos se intensificaron, la gente miraba al cielo con ojos de miedo, luego se lanzaba
miradas furtivas unos a otros, como si estuvieran esperando que la tormenta les llevase a alguien.
Samuel, agazapado en un rincón de la plaza, recordaba a su hermano, un recuerdo borroso como una película rayada. El estruendo de las risas, el sonido de las
botas chapoteando en el barro... la vida que solía ser antes de que la lluvia decidiera llevarse todo. Y entonces, un grito desgarrador rompió el aire; el pueblo entero pareció contener la
respiración.
Alguien había caído. El pánico se esparció como el agua en aquel terreno empapado. Samuel sintió cómo su corazón latía con fuerza mientras corría hacia el lugar donde
se había oído el grito. Pronto llegó a la casa de Doña Clara, una anciana a la que todos respetaban. La lluvia redoblaba su intensidad, cada gota parecía un lamento sordo.
Se hizo un círculo alrededor de Doña Clara, tendida en el suelo, rodeada de un charco oscuro que se confundía con la lluvia, su corazón ya
no latía, y el silencio se coló entre los presentes, pesado y denso. Pero lo más inquietante fue que en el rostro de Samuel no había sorpresa, solo resignación, había sentido que esto sucedería, que
la lluvia había traído consigo la sombra de su hermano
Los murmullos
se multiplicaron. "Es la lluvia", decían algunos. "Es la venganza de Samuel", "Dios nos castiga". La atmósfera se volvió espesa como la niebla. Samuel se sentía atrapado, no solo por el desasosiego
de la escena, sino por el peso de su propia historia.
Se alejó de
la multitud buscando refugio en su mente, "¿Por qué no grité?", se repetía en su interior, pero la verdad era que no había podido, había asumido desde el principio que la muerte bailaría su danza en
torno a él, en medio de una lluvia que continuaba cayendo sin tregua.
Unos días
después, en el funeral de Doña Clara el ambiente era sombrío, la lluvia persistía, pero ahora caía con un dejo de tristeza que impregnaba a todos. Samuel, en su aturdimiento, comenzó a recordar
momentos que jamás habían existido, conversaciones que nunca tuvo con su hermano. ¿Acaso todo estaba predestinado? la conexión entre la lluvia y la muerte se hacía más tangible, como si cada trueno
fuera un canto fúnebre.
Esa noche la
lluvia se detuvo, el pueblo permaneció en silencio como si anticipara un nuevo amanecer, pero Samuel sabía que no habría paz, en su interior sentía que la tormenta seguía rugiendo, que su hermano aún
lo llamaba desde el más allá. Y así, mientras el sol asomaba tímidamente, Samuel se dio cuenta de que no podría escapar de la lluvia, que volvería a dictar sentencia, y con ella, las sombras del
pasado.
Con la muerte
de Doña Clara, Samuel se había convertido en una figura trágica, todos hablaban de él, del peso del destino. Él, por su parte, seguía aguardando la próxima tormenta, convencido de que nadie, ni él
mismo, podía cambiar lo que estaba escrito en el cielo.
Una noche,
cuando la lluvia comenzó a caer de nuevo, Samuel salió a la calle, caminó hacia la plaza, donde el eco de antiguas risas resonaba en su memoria. Allí, bajo la tormenta, cerró los ojos y sintió cómo
el agua empapaba su piel. "¿Es este mi fin?", se preguntó.
Y
la respuesta llegó con la forma de un relámpago que iluminó el cielo, pintando su silueta en un instante. La lluvia nunca fue solo agua; fue un mensaje, un presagio que lo llevaba a enfrentar lo
inevitable, en el rincón de su mente, entendió que cada gota era un recordatorio de que la muerte, aunque anunciada, siempre llega en el momento menos esperado.
El susurro del pueblo
Era un amanecer de octubre en el pequeño pueblo de
Santa Rosalía, donde las hojas de los árboles comenzaban a desprenderse con un suave susurro que parecía anticipar un cambio en la atmósfera. Los habitantes, acostumbrados al ritmo pausado de la vida
cotidiana, se disponían a realizar sus tareas diarias sin presagiar que aquel día, la calma se vería alterada por un acontecimiento inesperado. María, la panadera, fue la primera en notar algo extraño. Mientras amasaba la masa del pan, la puerta de su obrador chirrió, y ella, con una mezcla de curiosidad y desconfianza,
se detuvo a escuchar. Fuera, el mercado apenas comenzaba a cobrar vida. Don Ramón, el carnicero, discutía acaloradamente con su vecino, el señor Gonzalo. Nadie prestó atención al murmullo que se
extendía entre los dos hombres, como si las palabras fueran flechas disparadas en un duelo silencioso. Ese mismo día, en la plaza central, los niños
jugaban a las escondidas mientras los adultos discutían sobre la próxima feria. Entre las risas infantiles y las charlas animadas, surgió un rumor: alguien había visto una figura oscura merodeando
por el bosque que rodeaba el pueblo. Al principio fue solo un comentario pasajero, una anécdota más en la conversación, pero a medida que avanzaba la tarde, esta historia comenzó a tomar forma,
envolviendo a todos con una sensación de inquietud.
El viejo Julio, el sabio del pueblo, se sentó en su banco habitual, observando desde su rincón cómo las voces iban y venían. Conocido por sus relatos fantásticos, ese
día decidió sumarse a la conversación. “No es la primera vez que se habla de sombras en el bosque”, dijo con un tono grave. “Dicen que en noches de luna llena, aquellos que se aventuran, nunca
regresan”.
Las miradas se cruzaron, inquietudes se gestaron en los corazones de los presentes, y lo que comenzó como una simple discusión sobre la feria se tornó en murmullos de
desasosiego mezclados con risa nerviosa. “No hay que creer en supersticiones”, espetó Clara, la maestra del pueblo, como si intentara ahogar la inquietud que hacía presa de los
demás.
A medida que el sol comenzaba a descender, se tejieron nuevos rumores, cada vez más elaborados. El bosque de Santa Rosalía, que antes era visto como un lugar de
ensueño, se convirtió en un refugio para las pesadillas colectivas. En él, supuestamente, habitaban espíritus que deseaban vengarse por los crímenes olvidados del pasado.
La noche llegó como un manto oscuro, y con ella, la tensión creció. Las familias se reunieron en casa, pero el ambiente festivo se desvaneció. La plaza, que días atrás
se llenaba de colores y risas, se transformó en un lugar sombrío, testigo de la angustia colectiva. Las luces de las casas iluminaban apenas las ventanas, mientras las sombras se alargaban haciendo
eco de las historias susurradas en el viento.
Fue entonces cuando sucedió lo impensable. Un grito desgarrador resonó entre los edificios, helando la sangre de quienes aún se atrevían a estar fuera. Alguien había
desaparecido. Era Esteban, el hijo de María, quien salió a recolectar leña y no regresó. La preocupación se tornó en pánico, y entre murmullos, algunos se organizaron para buscarlo. Con linternas en
mano, un grupo partió hacia el bosquecillo que siempre había sido el límite entre la infancia y la adultez. María, temblorosa y con lágrimas en los ojos, formaba parte de los que caminaban en
búsqueda de su hijo. Cada crujido de rama bajo sus pies era un recordatorio del silencio que había envuelto el pueblo.
En el bosque, la oscuridad se espesaba y el aire se cargaba de un frío que calaba hondo en los huesos. Las linternas iluminaban apenas unos metros adelante, y cada
sombra parecía moverse con vida propia. Se escucharon murmullos que parecían venir de todas partes; palabras ininteligibles, lamentos, ecos distorsionados.
“¿Estás seguro de que debería seguir?”, preguntó Don Ramón, su voz apenas un susurro. Todos asintieron, pero el miedo se palpaba en el aire, como si el propio bosque
estuviera observándolos.
Finalmente, llegaron a un claro donde las sombras se dispersaban. Allí, en medio de la penumbra, encontraron una pequeña pila de leña recién cortada. “¡Él estuvo
aquí!”, gritó María, desesperada. Pero no había señales de su hijo. El grupo se dispersó en busca de pistas, cada uno inmerso en la propia ansiedad de la búsqueda.
Mientras tanto, en otro rincón del bosque, Esteban despertó de un profundo sueño. Aturdido, se dio cuenta de que no estaba solo. Frente a él, una figura oscura y
enigmática lo observaba, tenía ojos como hendiduras, vacíos, y su presencia irradiaba un aura de tristeza infinita. “¿Por qué has venido?”, preguntó la figura con una voz que parecía una mezcla de
viento y lamento. “Has despertado lo que estaba dormido”.
Esteban sintió el miedo recorrerlo, pero también una extraña calma. “Busco volver a casa”, respondió. La figura, en un gesto que parecía ser un suspiro se inclinó
hacia él, y el joven, aunque temía la respuesta, preguntó: “¿Qué ha pasado en este pueblo?”
“Los secretos nunca mueren”, dijo la figura, “y sus ecos resuenan en aquellas ramas que caen. Tuvieron miedo de recordarlo y, al olvidar, lo
invocaron”.
Mientras tanto, los buscadores, frustrados y asustados, comenzaron a retroceder. Decidieron regresar a la seguridad de sus hogares dejando a un lado la esperanza de
encontrar a Esteban. Sin embargo, antes de dar la vuelta, un grito desgarrador se escuchó de entre los árboles, un eco de lo que había ocurrido, y antes de que pudieran reaccionar, todo quedó en
silencio.
El pueblo nunca fue el mismo después de esa noche. Las sombras del bosque se convirtieron en un aliado temido, y los ecos de aquella
figura oscura resonaron en cada rincón de Santa Rosalía. Esteban nunca regresó, pero la vida siguió, como si nada hubiera pasado, ocultando en su seno el susurro de lo que realmente habitaba en sus
corazones. El pueblo, con su vida social y sus conversaciones cotidianas, había aprendido a coexistir con el misterio, mientras el bosque guard